miércoles, 27 de julio de 2011

VENDIENDO A DIOS


En aquel denso bosque de robles castaños y pinos perdido en las no menos perdidas montañas de la Sierra de Soajo, en el Parque Nacional de Peneda Gères en el distrito de Minho, en el norte de Portugal es infrecuente encontrarte con los dioses.

El abrupto relieve de profundas simas abiertas en tajos perpendiculares, sugieren sendas infernales, aunque, tras los riesgos de sus peligrosos caminos, a veces tus ojos se sorprendan con vistas paradisíacas de series de cascadas con pozas de aguas cristalinas con brillos de esmeralda, en las que se refleja el aleteo de decenas de mariposas o las saetas en curva ascendente de los vencejos que se pierden en la verdura de la floresta.



Era diciembre, la época de la recolección de setas tocaba a su fin. Solo los tardíos hidnum, o lenguas de gato asomaban en la helada pinocha de aquella fría mañana.

A mediodía subía penosamente una empinada cuesta, llevaba el cesto de mimbres bajo el brazo con la pobre colecta de hongos que había encontrado, con la respiración entrecortada por el esfuerzo alcanzo la estrecha y sinuosa calzada que asciende al Monasterio de Nossa Senhora da Peneda.

Un viejo Ford negro de cinco plazas sube con dificultad, se hace a un lado, intentando dejar libre la carretera, para no entorpecer la escasa circulación, aparca en el lugar al que acababa de llegar, haciéndome retroceder un paso. No era la primera vez que en esos parajes que suelo frecuentar, lejos de cualquier referencia humana, se parasen vehículos para interesarse por algún desvío de la calzada o por la mera curiosidad de conocer las setas que recolectaba. No me sorprendió, en principio la acción y me acerqué al coche para ofrecerme a cualquier información que demandasen.

Antes que pudiese reaccionar se abren las cuatro puertas del Ford y me rodean cinco personas, dos hombres, que viajaban en los asientos delanteros y tres mujeres. Vestían de manera muy formal, al uso de los mayores de los años setenta. Estábamos en mil novecientos noventa y nueve.



-Bom día

-Bom día- Contesté

-Mais voçé acredita en Deus?- Preguntó el acompañante del conductor

Los portugueses son ceremoniosos y no hacen preguntas a bocajarro. Lo indicado sería que se interesasen por mi afición y por el peligro que entrañaban tan diabólicas criaturas que ellos “denominan pan de culebras” o por si me hallaba perdido en aquel apartado lugar o simplemente si todo marchaba bien. Me sorprendió que se limitaran a interesarse sobre mi posicionamiento teológico.

Mi respuesta, a la gallega, como no podía ser de otra manera: “¿ Y ustedes?”

Ellos eran Testimunhas de Jehova y se encontraba allí en mi busca, habían sido enviados por “el señor”, pues una señal les indicó que me hallaba perdido y ellos se sentían muy felices de encontrarme.

Le agradecí el mensaje de “su señor” y las molestias que se habían tomado. Pero conocía el camino para regresar a casa. Unos metros más adelante tenía mi coche. Si cumplida su misión querían regresar yo les podría indicar un camino más recto, un atajo.

Su camino no era de este mundo y no me lo debía tomar a guasa, en unos días, ¿Quién sabe? El año dos mil será o no será. ¿Quién lo puede predecir?

-Si se refieren a la carretera podíamos decir que es infernal; pero hay bastantes parecidas en esta misma sierra. En cuanto a la fábula del año dos mil. He de decirles que es una aproximación, pues no se sabe con certeza el principio de nuestra era, es como asustar a los niños con el coco.

Se referían a Dios, que yo no les había contestado su pregunta.

-Nada me obliga. Pero ustedes tampoco han satisfecho mi curiosidad.

Ya me habían dicho que eran testigos de “el señor”.

-Y me quieren vender su dios- acabé diciendo.

Ellos no vendían a su dios, vendían al único dios.


-¿Podrían decirme entonces que diferencia hay entre este dios que ustedes venden por el camino como buhoneros y el que vende D. Manuel ahí abajo, en el mercado de la iglesia de Soajo?

No había diferencia. La diferencia estaba en los mercaderes. Los jerarcas católicos se enriquecieron como crasos en nombre de la pobreza.

-¿Y quién me garantiza a mí que ustedes no son iguales?

Les ofendió mi observación.

Algo murmuraron sobre el agnosticismo de los españoles que no llegué a comprender del todo. Seguidamente me despaché.

-Puedo disculpar que sean ignorantes, prepotentes y maleducados, pero no puedo disculpar la desfachatez de considerarse los elegidos para enseñarnos cual es el dios verdadero, en el supuesto de que tal mercancía exista. Buenos días! ...Y no va sólo por ustedes.








1 comentario:

sito vazquez dijo...

Estaba sentado sobre un tronco de castaño y sonrió.