Hace mil años una guerra civil fracciona el Califato de Córdoba. Como consecuencia surgen los reinos de taifas. Los árabes eran ricos y cultos, en sus magníficas ciudades resplandecían maravillosos edificios, contaban con agua y baños públicos, también desarrollaron una moderna agricultura. Florecían las letras, las artes, la artesanía, la filosofía, el álgebra, la geometría y la medicina.
En esa misma época los cristiano vivía en sus pétreos castillos, en una sociedad rural, atrasada, oscurantista, dentro de un régimen feudal, sometidos al señor. Estos cristianos llevaban trescientos años hostigando a los árabes, pero no conseguían salir de las montañas y páramos del norte de la península.
Los escasos y rudos cristianos unidos acabaron expulsando a los cultos y divididos árabes.
Es Historia.
Aun no se acabó el recuento de las elecciones del 20N, cuando se puede constatar que una derecha, no muy distinta de aquellos cristianos medievales, va a gobernar (con mayoría absoluta) un país donde la mayoría de los votos van a partidos de izquierdas.
Algo falla en nuestra democracia.
No puede ser que un partido con solo un voto de cada cuatro electores alcance una amplia mayoría.
No puede ser que con una situación como la actual un 30% de los electores se encoja de hombros, pasen de la política.
No puede ser que el 53 % vote progresista y tenga que sufrir un gobierno conservador.
Son las reglas del juego. Pero no son justas y como no son justas hay que luchar para cambiarlas. Es un reto que se deben plantear las izquierdas.
Para comenzar las izquierdas debieran intentar lograr una unidad de acción a fin de llegar a un acuerdo que comprometiera a todos los progresistas. Una sola izquierda plural y moderna, aunque ello significara tener que tomar la dolorosa decisión de que tengan que desaparecer las siglas históricas.